En lo que va del siglo XXI, hubo 30 segundas rondas en la región; en ocho de ellas, el resultado se invirtió entre las dos instancias; la visión de los expertos sobre distintos casos en la región
La política se fragmenta; los candidatos tienen mayor tasa de rechazo que de aprobación; los votantes –al menos la mayoría de ellos- se agobian ante la alternativa del “mal menor”; las acusaciones, las grietas y el miedo aturden y silencian las propuestas; la campaña electoral y los problemas de la vida diaria viajan por autopistas paralelas y siempre en direcciones opuestas. No, no es la Argentina, o al menos no es solo la Argentina. Son también Colombia, Brasil, Chile, Ecuador, Perú.
Del hiperpresidencialismo y la moda reeleccionista de las dos primeras décadas de este siglo, la región pasó a las presidencias cortas y a la alternancia acelerada de éstas, que más que un signo de madurez republicana parece una señal de erosión democrática.
La pobreza, la falta de crecimiento, la desigualdad, la inseguridad, la informalidad, el atraso educativo y sanitario confrontan a sociedades enojadas con gobernantes que apenas pueden resolver algunos de esos problemas e incluso los agravan. La impaciencia y el fastidio derivan en desconfianza con los dirigentes, los partidos, el Estado. En busca de respuestas esquivas y milagrosas, los votos se atomizan y los balotajes se imponen.
América del Sur vive un superciclo electoral, que, entre 2021 y 2024, está camino de determinar cambios de gobierno en todos sus países. Como nunca, la mayoría de los países lo hacen con balotaje: todas las elecciones de los últimos tres años se decidieron y deciden en la segunda vuelta. Solo Bolivia, donde Luis Arce ganó sin necesidad de segunda vuelta, y Paraguay y Venezuela, que no cuentan con balotaje, determinaron su futuro político en la primera ronda electoral.
Un repaso de ese intenso e histórico superciclo de balotajes arroja tres particularidades. Por un lado, la creciente fragmentación, el desgaste de las lealtades políticas y el surgimiento de los Milei, Bolsonaro y Castillo de la región, desemboca en primeras vueltas de resultado sorprendente y sin definición; el balotaje es cada vez más frecuente. En segundo lugar, el hastío social se ensaña con los oficialismos; la oposición siempre triunfó en esas segundas vueltas.
Por último, la reversión de los resultados de primera vuelta es también cada vez más usual; los votantes, no importa su afiliación, se asocian en coaliciones circunstanciales para derrotar al “mal mayor”. En lo que va del siglo XXI, hubo 30 balotajes en América del Sur; en ocho de ellos, el resultado de primera vuelta se invirtió en segunda ronda, y cinco de esas reversiones fueron en los últimos siete años.
Si se amplían los límites geográficos y temporales a la América Latina de las últimas cuatro décadas, los números muestran tendencias más definidas y contundentes.
“Desde 1978 a hoy, hubo 98 elecciones en América Latina; de ellas, el 61,2% fue a balotaje. Pero en los comicios de los últimos tres años, esa tendencia subió al 100%”, explica, en diálogo con LA NACION, Daniel Zovatto, director del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA, por sus siglas en inglés).
1) El efecto no buscado de los balotajes
Décadas de desgaste institucional, de problemas irresueltos, de escándalos de corrupción, de crisis económicas jaquearon la representatividad en América Latina y fragmentaron el arco político. Allá donde dos partidos o coaliciones dominaban la política, la oferta de nuevas agrupaciones y candidatos floreció. Y allá donde el menú político ya era numeroso, la oferta se atomizó.
Perú no tuvo históricamente partidos fuertes, pero en 2021 ese fenómeno se maximizó: cuatro candidatos sacaron más del 10% de los votos, con muy poca distancia entre ellos; finalmente triunfó en el balotaje Pedro Castillo, que había encabezado la primera ronda con poco más del 18% de los sufragios.
El Chile de esta era democrática estuvo conducido por dos coaliciones que se alternaron en el poder y se repartieron la mayoría de los votos. Pero en 2021 un nuevo escenario terminó de emerger. En las elecciones de 2013, las dos candidatas de las coaliciones encabezaron la primera vuelta y obtuvieron entre ambas el 72% de los votos. En 2021, Gabriel Boric y José Antonio Kast, los postulantes que pasaron al balotaje, apenas registraron entre los dos el 53,5% de los votos; el resto se dividió entre otros cinco candidatos.
En la Argentina, el arco político no se fragmentó tanto pero incorporó a un nuevo actor central, el libertario Javier Milei, que llegó para romper el dominio del peronismo y de Juntos por el Cambio; eso fue suficiente para dividir votos, lealtades y broncas.
El sistema de balotaje fue precisamente pensado para dotar a los presidentes de mayor legitimidad, fuerza y sufragios ante el escenario de esa fragmentación. Pero, a su vez, ese sistema tiene un error de origen que termina debilitando al mandatario y fragmentando aún más el arco político.
“A diferencia del sistema francés, que elige presidente y legisladores en segunda vuelta, nuestros sistemas se focalizan en darle más legitimidad a presidentes que, si eran elegidos por mayorías relativas, empezaban con debilidad. Pero esa legitimidad es una ficción. Le da la opción al ciudadano de darle gobernabilidad al presidente con la segunda vuelta, pero no de acompañarlo con una mayoría parlamentaria, porque la composición del Congreso se decide en la primera vuelta”, opina Zovatto.
Ecuador, Brasil, Colombia, Chile y Perú eligieron sus presidentes en los últimos dos años y medio con balotaje. Ninguno de los ganadores contó o cuenta con mayoría parlamentaria.
Guillermo Lasso y Pedro Castillo se enfrentaron una y otra vez con sus respectivos Congresos; no sobrevivieron. Gabriel Boric es el presidente chileno que más apeló al veto. El colombiano Gustavo Petro gestó una sólida coalición legislativa poco antes de asumir; solo le duró seis meses.
El brasileño Luiz Inacio Lula da Silva no solo no tenía mayoría al momento de asumir, en enero, si no que la bancada más grande de la nueva legislatura respondía a su rival, Jair Bolsonaro; la legendaria habilidad política del presidente brasileño le ayudó a forjar alianzas legislativas que le permitieron aprobar leyes fundamentales pero a un altísimo costo. En la Argentina, ni Sergio Massa ni Milei contarán con una mayoría legislativa automática.
“Acá [en Chile] hay una oferta muy fragmentada y un Congreso muy fragmentado. Y se da un debate muy grande sobre la segunda vuelta para las legislativas. Hay un problema de representatividad que hace que sea muy difícil tener mayorías parlamentarias”, dice, en diálogo con LA NACION, Julieta Suárez Cao, profesora de Política Comparada de la Universidad Católica de Chile y coordinadora de la Red de Politólogas.
Para la académica, esa ausencia de mayoría perjudica más la estabilidad que la gobernabilidad de Boric y, en definitiva, de Chile.
2) Votar por el “mal menor”, un fenómeno ya casi permanente
La gobernabilidad y solidez de un mandato tiene otro rival además de la falta de mayorías legislativas eficientes para la gestión. En países dominados por la polarización y la fragmentación, en los que las divisiones y los candidatos mesiánicos tienen tanto o más protagonismos que los consensos o los dirigentes moderados, el voto ya no es “por alguien”, sino “en contra de alguien”.
“Los balotajes consolidan clivajes, que están basados en identidades positivas o negativas. En el Perú de 2021 [en las elecciones que ganó Castillo] fue totalmente negativo: el anticomunismo contra el antifujimorismo. En Ecuador pasó lo mismo que en Perú con el anticorreísmo. Si un presidente triunfa gracias a una identidad negativa, normalmente tiene poco apoyo popular porque sus votos son circunstanciales y estratégicos y poco respaldo en el Congreso. Eso le pasó a Castillo, a Guillermo Lasso y puede pasarle a Daniel Noboa y a Milei”, advierte, en diálogo con LA NACION, Carlos Meléndez, analista político y profesor en Perú y Chile.
El fenómeno no es exclusivo de Perú o Ecuador ni está solo relacionado con outsiders; afecta a dirigentes de mucha experiencia y a países con estructuras políticas más firmes, condicionados ellos también por el creciente descrédito de los partidos y de los candidatos.
En 2022, dos políticos de décadas de experiencia protagonizaron el balotaje más tenso y explosivo de la historia del país más poderoso de la región. El resultado reñido –Lula le sacó a Bolsonaro solo un 1,8% de diferencia– no fue la única particularidad. Más llamativo que eso fue que dos candidatos con tanta desaprobación llegaran a la ronda final de las elecciones.
Al momento del balotaje, Lula contaba con un rechazo del 46%, mientras que el de Bolsonaro era de 51%. Veinte años antes, en las elecciones que le permitieron a Lula llegar a la presidencia, el líder del PT apenas tenía una desaprobación de 16% y su contrincante, José Serra, de 14%, según Datafolha e IPEC.
Esos datos son elocuentes. Hablan no solo de cómo se intoxicó la política y cómo se desilusionaron los votantes, sino también de cómo hoy prevalecen los consensos negativos y la emoción (sobre todo la bronca), no importa qué tan alto sea su costo. El antibolsonarismo se unió detrás de un expresidente rodeado de denuncias y escándalos de corrupción y el antipetismo se cohesionó detrás de un mandatario jaqueado por los errores y los disparates sanitarios y políticos. El “mal menor” y “el mal mayor” se enfrentan en un balotaje cada vez más recurrente en América del Sur y con el que hoy se topan los argentinos.
En ese escenario de opciones de descarte, la gobernabilidad está condicionada por las normas que regulan el balotaje presidencial y las elecciones legislativas, por la dimensión de la victoria y por “la creciente complejidad de las sociedades y por un problema de liderazgo”, según apunta Zovatto.
3) Votos prestados, gobiernos desgastados
“Los votos prestados están destinados a evitar que llegue al poder el otro candidato. Por eso vemos muchos presidentes que ganan con 55% de los votos y a los pocos meses se desgastan y tienen una popularidad del 30%”, argumenta Zovatto.
El problema de liderazgo es, entre otras cosas, un problema de lectura, que puede terminar oscureciendo un mandato presidencial.
El balotaje de 2021 en Chile se distinguió de otras segundas vueltas de la región. Ese año Boric derrotó a Kast, de extrema derecha, en segunda vuelta con una ventaja de 11 puntos porcentuales, una diferencia más propia de las segundas rondas de principios de este siglo, cuando el boom de commodities le permitía a los hiperpresidentes sacar tajadas abrumadoras de votos en el balotaje o en primera vuelta.
Triunfante, Boric, el primer presidente chileno que logró revertir en balotaje el resultado de la vuelta inicial, vio en ese resultado una habilitación para un gobierno de izquierda total más que una alianza circunstancial de votantes en contra del fantasma de Pinochet. La realidad le dijo lo contrario.
Unos meses después el mandatario chileno se alineó por completo con el polémico borrador de la Constitución escrito por una asamblea dominada por la izquierda. Pocos meses después, la derrota del proyecto y del presidente en el plebiscito constitucional fue contundente.
“A la hora de votar, en Chile, el voto miedo activa más que el voto esperanza. Por ejemplo, a Boric lo votaron mayoritariamente las mujeres en el balotaje. Pero en el plebiscito lo abandonaron”, explica Suárez Cao.
Esa derrota, en septiembre, signó el gobierno de Boric, que aún hoy no logra encontrar la fuerza para hacer pie de forma duradera.
Los votos prestados piden ser devueltos, en Chile, Ecuador, Perú, Brasil o Colombia.
“Petro, como antes que él, Iván Duque, dilapidó los votos en poco tiempo. El candidato ganador no se da cuenta de que sus votos son prestados, siente que gravitan naturalmente hacia él. Pero tiene que entender que llegan por los defectos de los contrincantes, por la repulsión de los votantes hacia su contrincante”, advierte, en diálogo con LA NACION, Sergio Guzmán, director de Colombia Risk Analysis.
Petro, exguerrillero, exdiputado, exalcalde de Bogotá y varias veces candidato presidencial, tenía la experiencia suficiente como para saber que los votos que le permitieron derrotar a Rodolfo Hernández, un candidato que se proponía como el salvador anticorrupción, en 2022, eran prestados. Pero eligió ignorarlo, una decisión que hoy lo condiciona más que ninguna acción de gestión.
Tras ganar el balotaje, Petro recibió el aval de partidos de centro e incluso centroderecha, que le permitieron conformar una coalición mayoritaria en el Congreso. Por su lado, el presidente incorporó a dirigentes moderados en su administración, por ejemplo, José Antonio Ocampo, designado ministro de Economía.
Apenas seis meses después, en rechazo a la ofensiva de Petro de aprobar reformas clave sin moderarlas o negociarlas, esos funcionarios dejaron su gobierno. La alianza legislativa también duró poco.
Poco duró también la estela de éxito electoral del presidente. Los comicios regionales de hace dos semanas, tomados como un referéndum sobre el mandatario, dejaron la falta de lectura política de Petro en evidencia. Candidatos moderados se llevaron los triunfos más rutilantes, incluida la alcaldía de Bogotá, uno de los cargos de más poder de Colombia.
El desgaste no viene solo del defecto de origen del balotaje a la latinoamericana, ni de la presión paralizante de sociedades complejas o polarizadas, llega también de los errores no forzados de los propios presidentes, errores que, a su vez, alimentan el ciclo de descrédito y erosión de la democracia.
Fuente: La Nación.